sábado, 19 de mayo de 2012

Siete de la tarde

Frío y seco. Fue el resquemor que quedó retorciéndose por dentro, al mirarte fijamente y comprender por qué ya no te veo cuando me pierdo en las divagaciones y caminos que aun hoy me siguen atormentando.

No te voy a engañar, todavía escondo encajada la forma en la que te desaparecen los ojos al reír, no sé cómo desenquistar de mi pecho tus días buenos. Antes siempre sonreías.

Supongo que me habré hecho mayor, o eso dicen las fotografías en las que comienzo a notar la diferencia con respecto al espejo. En algunas sales tú.

Tú y tu lengua de clavos. Que me aprietan las costillas cuando decides soltar los cañones sin previo aviso, para romper el cielo y la tierra y los días y a mi. ¿Cuántas veces en el filo del cuchillo he tenido que suavizar el ataque, aun siendo yo el blanco en el que de forma ciega y salvaje descargas tu pura confusión?

Nunca me perdonaste que te quisiera. No soportas aceptar los resquicios que algunas personas pueden llegar a dejar con las yemas de los dedos, no eres capaz de ver la sencillez que habría supuesto ceder un poco ante nosotros mismos. No eres más que la pura imagen de la infancia disfrazada, que escuálida y temerosa se cubre con la protección que crees encontrar en tu particular lema “no debilidades”. No brazos a torcer, no ojos cerrados.

Y ahora, mal y tarde, como siempre, llegas.

Para ver como esta vez, me voy yo.

- El epítome de su nuca

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